martes, 22 de julio de 2014


«Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.

La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en
relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.

Una de las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se hizo cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a Descartes.

Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora.

Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo.

Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teres a, s obre cuyas rodillas
descans a la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.»


La insoportable levedad del ser, Milan Kundera. 

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